Una escucha atenta en las primeras horas del día me llevó a reflexionar sobre el poder de la palabra. En su contexto y en su entorno. En el actual y en el pasado. A veces nuestro pasado nos hace recordar, pero también es un tiempo que tenemos del que de vez en cuando conviene recordar para pensar. Pensar y comparar. Aunque con las comparaciones ya se sabe lo que se dice. Sobre ello habría mucho que decir y sobre todo opinar, por aquello de que comparar nos lleva quizás a una versión muy subjetiva y por tanto no muy cierta quizás. En cualquier caso comparar los tiempos es complicado porque influyen en ello muchos factores y recursos. Seguro que hemos escuchado o leído la frase aquella que nos dice que "cualquier tiempo pasado fue mejor"....pero como se puede llegar a decir, eso va con cada uno y por sus tiempos.
En esa fría mañana con el café entre las manos, escuché "ahora el Parlamento pasa de ser la casa de la palabra a ser la guerra de todos contra todos, y ahí cada uno se define". Es cierto que lo que define a esa casa es el parlamentar y pactar, pero lo sucedido en esta semana lamentablemente lo vamos a estar comprobando durante toda la legislatura. Esto no es una competición, pero cada vez se parece más a eso que a lo que debería ser. La casa de la palabra es el espacio donde nuestros representantes políticos se definen, se retratan. Es un espacio donde el respeto y la responsabilidad debería prevalecer entre sus señorías. Pero el Parlamento lleva tiempo instalado y mediatizado por la polémica, por la crispación, por el enfrentamiento y porque cada vez resulta más difícil asistir al noble ejercicio de la política como el mejor argumento para los ciudadanos. Cada vez resulta más insoportable aguantar un pleno porque se sabe como se inicia y se sabe como termina: ruido, bronca, discusiones, falta de respeto y de responsabilidad. Y tengo la impresión de que es como si hubieran interiorizado y normalizado esa situación nuestras señorías, lo que es enormemente peligroso porque terminarán por alejar a la gente de la política.
Me decían con cierta ironía hace unos días en la tertulia semanal que participo, que me veían muy moderado. Les comentaba que teníamos todo un año por delante para valorarlo. Porque me niego a caer en la normalización de la crispación política. Llevo tiempo señalándolo como un problema el que hayamos adoptado la normalidad de la crispación. Todo parece circular alrededor de lo que comentan nuestras señorías o nuestros responsables políticos y cada vez nos alejamos más de la razón de la palabra. Hoy no nos encontramos una conversación política o un debate donde lo que prevalezca sea la sensatez y el sentido común. Nadie se para a pensar en el daño que todo ello está causando en la sociedad. Nadie, excepto aquellos que lo fomentan a diario. Aquellos que tienen como ideario permanente el aumentar los decibelios de la crispación, porque creen que es la forma en que saldrán fortalecidos políticamente, que hasta es posible que sea el que nos hagan pensar que todos son iguales.
Cuando cada semana me propongo hacer pública una serie de reflexiones en el Puente que compartimos, lo hago desde esa parada que me hace pensar sobre lo que leo, escucho, veo, hablo y siento. Porque el rio de la vida es un diario en el que conservamos si queremos la misma capacidad de aprender, que cuando somos mucho más jóvenes. Pero el tiempo y sus circunstancias puede que nos haga perder esas ganas y esa motivación por aprender, por confiar en la personas, en la capacidad de la palabra como razón y como argumento. Creo que ese es uno de los graves problemas que estamos sufriendo. Que los últimos años estamos empezando a ver las cosas de otra manera porque hemos dejado que entre en nuestra vida el dedicar poquito tiempo a pensar y reflexionar sobre el ritmo al que nos llevan. Y estamos llegando a un punto en el que nos hemos acomodado de forma peligrosa aún sabiendo que podríamos cambiar cosas, pero es como si nos hubieran quitado esas ganas y esa motivación que un día tuvimos de intentar cambiar un poquito el mundo.
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